jueves, 22 de septiembre de 2011

¿Dónde están las estelas, matarile, rile, rile...?

La ermita de Nuestra Señora de San Salvador, en Santibáñez de Esgueva (Burgos), en agosto de 1982. En primer término se distinguen algunas de sus estelas discoideas, procedentes del cementerio medieval.

Santibáñez de Esgueva (Burgos) es hoy un apacible lugar, cargado de historia y poco más. La importancia que pudiera tener en siglos pasados, ha desaparecido. El rollo jurisdiccional de su plaza, ocasionalmente utilizado como picota, es hoy tan sólo un elemento decorativo para gozo y solaz del turista ocasional.
En las afueras del pueblo, "a un tiro de piedra", se encuentra la ermita románica de San Salvador, s.XII, popularmente conocida como "Nuestra Señora de San Salvador", aunque quizá debiera llamarse "Nuestra Señora de las Sirenas", por la profusión con la que tales simbólicas damas de agua abundan en este pequeño templo de secano...
Acostado en una ladera de empinado cerro, el edificio tiene un árduo acceso a pie desde la carretera, aunque viniendo del pueblo todo es llano. Lógicamente, cuando lo descubrimos al azar, el 9 de agosto de 1982, fue desde la carretera, y hubimos de coronar trabajosamente la cuesta de marras.

[Diapositivas de las estelas, tomadas el 9 de agosto de 1982].

Por fortuna, en ocasiones, estos esfuerzos deparan singulares sorpresas. Así, cuando culminamos la subida, jadeantes bajo el sol canicular, descubrimos con asombro una serie de seis estelas discoidales "sembradas" ante la ermita, al borde del camino y del terraplén, tres de ellas tan erosionadas que no se distinguían apenas sus relieves.
Como era de rigor, de inmediato, sin encomendarnos a Dioses ni a Diablos, comenzamos a tomar fotos de estas venerables piedras, recuerdo de tumbas hace siglos olvidadas.

Pero, como la alegría dura poco en la casa del pobre, de improviso nos vimos agredidos por una voz estridente, airada, cargada de rencor: "¡A ver, tanta foto, tanta foto! ¡Que van a desgastar las piedras! ¿O es que piensan llevárselas...?"
Quien así nos interpelaba, no era otro que un rapaz de entre diez y doce años, el cual, junto con otros gallitos de su edad y atrevida catadura, había llegado allí desde el cercano pueblo, todos a lomos de bicicleta, en cuanto se percataron de nuestra presencia.

Al principio no les hicimos caso, y continuamos nuestra fotográfica labor, como si en vez de por furibundos rapaces fuésemos estorbados por molestos moscardones. Pero los chavales, al ver nuestra indiferencia redoblaron sus vocingleros ataques. Envalentonados por su "capitán", varios de ellos se sumaron hasta formar un coro de "voces blancas", que nos increpaba inmisericorde.
Según supimos luego, sospechaban que fuésemos "ladrones de piedras", porque, desgraciadamente, en años pasados unos cacos habían "afanado" al menos la mitad, "las mejor plantás", y si no las rapiñaron todas es porque fueron sorprendidos a media faena.

Al cabo, sucumbimos ante los belicosos mozalbetes y, a duras penas, los apaciguamos explicándoles la inocente naturaleza investigadora de nuestro "asalto" fotográfico. Cierto que tardamos un rato en ganarnos una escasa cuota de confianza, pero al final depusieron su actitud de rechazo, y si bien no se rindieron incondicionalmente, al menos llegamos a un razonable statu quo, que nos sirvió para obtener interesante información sobre aquellas estelas medievales. Aunque no toda la que hubiésemos querido, porque continuaron recelando de nosotros hasta que partimos.

Según afirmaba uno de los montaraces zagalejos, su abuelo le había dicho que, donde ahora se veían seis, antaño había allí su buena docena de esas "piedras de los muertos" y que por ser cosa de difuntos había que respetarlas. Otro aseguraba que, según su tío, eran parte de un cementerio muy viejo, y que las cruces y dibujos de las "lápidas de los antiguos" eran para espantar a los demonios. Finalmente, el "capitán" de la tropa, sabía por labios de su tía abuela, que aquellas "piedras encantadas" era mejor no tocarlas, porque eran cuanto quedaban de una brujas petrificadas que se reunían allí para sus aquelarres en tiempos de Maricastaña.

Sin embargo, el recelo de los mozuelos estaba justificado y bien justificado. Para nuestro duelo, hemos vuelto por Santibáñez de Esgueva, el 21 de agosto de 2011. Al subir la empinada cuesta, el alma se nos cayó a los pies.
Ni en el borde del camino, ni ante la ermita tostada por el inclemente sol agosteño, quedaba rastro alguno de aquellas estelas que los envalentonados e ingénuos zagales pretendieron defender de nuestra cámara fotográfica, hacía veintinueve años y doce días... Sus "piedras de los muertos", "lápidas de los antiguos", o "piedras encantadas", se han hecho humo bajo el tórrido sol mesetario.

Entre la paja seca que orilla el camino, quedan únicamente unas escuetas depresiones, allí donde las estelas del cementerio medieval estuvieron sólidamente unidas a la tierra.
Los mozalbetes de nuestra belicosa tropa, serán ahora hombres hechos y derechos, cuarentones dispersos por la geografía hispana, que habrán olvidado ya aquel episodio chusco y enternecedor, cuando con la inconsciencia propia de la edad se enfrentaron a unos adultos que creían "ladrones de piedras", para defender el patrimonio de sus mayores, ignorado y olvidado por quienes debían ocuparse de su conservación. Por quienes han consentido que, finalmente, los peores temores de aquellos chiquillos se hicieran realidad.

Despojada de aquellas humildes, al par que singulares estelas, la ermita de Nuestra Señora de San Salvador, continúa acostada en la olvidada ladera. Su peculiar silueta lombarda, sigue oteando la castellana estepa cerealista, hoy un poco más pobre, un poco más triste, porque han desaparecido aquellas piedras que hacían soñar a los niños y fabular a los ancianos.
En esta ocasión, nadie nos recibió y nadie nos despidió, hicimos sin oposición alguna cuantas fotos quisimos, pero algo en nuestro interior echó en falta la algarabía justiciera de aquellas voces infantiles.

A quien corresponda: en el propio Santibáñez de Esgueva, hay todavía una preciosa picota, en la cual deberán ser encadenadas las "autoridades competentes", por su desidia e incompetencia a la hora de proteger el patrimonio cultural. Quédense allí, a pan y agua, tostándose bajo el sol agosteño y tiritando bajo las heladas invernales. A ver si hay suerte y acude algún espíritu maligno, de esos que aparecen sobre los románicos capiteles, para robarles su negra alma.

Salud y fraternidad.