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Las grietas son un elemento, muy curioso, de los templos. Una espada de Damocles, suspendida sobre sus románicos sillares. A veces, cumplen con su función y terminan por derribar rápidamente el edificio. Otras, languidecen durante años, cubiertas de polvo y telarañas, sin que el capricho del destino les permita hacer su labor. Pero siempre, siempre, son una inquietante señal.
Sin embargo, son esa clase de señales por las que las autoridades “competentes” no sienten respeto. Reciben el aviso alarmado del párroco, de los vecinos, de alguna asociación, sin inmutarse ni levantar una ceja. Cuando la insistencia de los antedichos se hace cansina, es posible que las autoridades se dignen mirar las grietas –bueno, mandan que alguien las mire, no sea que, si ellos van al lugar, alguien aproveche para robarles la poltrona-.
Pasan los meses, los años, quizá se pongan testigos para ver el progreso de la molesta grieta, quizá alguien controle los testigos. Quizá el párroco o los vecinos, acaben por remendar el roto con cemento y ladrillos, resignados a lo inevitable. Quizá, alguna vez, los responsables envíen por fin la prometida cuadrilla de obreros, que acabe con el miedo de los vecinos. Y si hay suerte, cuando lleguen al lugar, el templo todavía no se haya venido al suelo.
A quien corresponda. Agilice los trámites para las reparaciones, cuando todavía es tiempo, en tantos y tantos edificios que lo necesitan. No se duerma en los laureles, para luego lamentar lo que pudo evitarse. Si no lo hiciere, sea puesto en picota y cepo hasta que las grietas se reparen solas.
Las grietas son un elemento, muy curioso, de los templos. Una espada de Damocles, suspendida sobre sus románicos sillares. A veces, cumplen con su función y terminan por derribar rápidamente el edificio. Otras, languidecen durante años, cubiertas de polvo y telarañas, sin que el capricho del destino les permita hacer su labor. Pero siempre, siempre, son una inquietante señal.
Sin embargo, son esa clase de señales por las que las autoridades “competentes” no sienten respeto. Reciben el aviso alarmado del párroco, de los vecinos, de alguna asociación, sin inmutarse ni levantar una ceja. Cuando la insistencia de los antedichos se hace cansina, es posible que las autoridades se dignen mirar las grietas –bueno, mandan que alguien las mire, no sea que, si ellos van al lugar, alguien aproveche para robarles la poltrona-.
Pasan los meses, los años, quizá se pongan testigos para ver el progreso de la molesta grieta, quizá alguien controle los testigos. Quizá el párroco o los vecinos, acaben por remendar el roto con cemento y ladrillos, resignados a lo inevitable. Quizá, alguna vez, los responsables envíen por fin la prometida cuadrilla de obreros, que acabe con el miedo de los vecinos. Y si hay suerte, cuando lleguen al lugar, el templo todavía no se haya venido al suelo.
A quien corresponda. Agilice los trámites para las reparaciones, cuando todavía es tiempo, en tantos y tantos edificios que lo necesitan. No se duerma en los laureles, para luego lamentar lo que pudo evitarse. Si no lo hiciere, sea puesto en picota y cepo hasta que las grietas se reparen solas.
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