Comido por la maleza, doblegado por los elementos, el lugar de Ahedo de Bureba (Burgos), es un ejemplo lamentable de despoblado a causa de la emigración. Su templo parroquial, s.XII-XIII, ahogado por zarzas y arbustos, cede poco a poco al abandono para caer en el olvido.
.
Apenas si podemos aproximarnos, la vegetación se lo traga todo y muros, que resistieron siglos, van siendo abatidos inexorablemente.
.
.
Esquivando zarzas podremos, acaso, acceder al interior, por una puerta que conoció tiempos mejores. Todo lo que tenía algún valor ha desaparecido, sólo alguna figura, maltrecha e insignificante, delata que allí hubo un templo románico, tardío, pero de rico simbolismo.
.
.
Sin bóveda, que ahora yace en el suelo, arcos y muros se encogen, se deforman, como avergonzados de que alguien pueda ser testigo de su decadencia.
.
Sillares bien escuadrados, unidos una vez en perfecto equilibrio, a imagen y semejanza del equilibrio cósmico, se rinden a su destino. Dejados de la mano de Dios, pero todavía dignos, hacen un último esfuerzo para no ser vencidos por la ley de la gravedad, la más grave de todas las leyes del universo.
.
En la década de los años cincuenta, del siglo veinte, comenzó en España un fenómeno migratorio, causante de un cataclismo en la distribución poblacional del país. Las gentes abandonaban los pueblos, en busca de un porvenir mejor, para dirigirse a las grandes capitales, como Barcelona, Madrid, Bilbao, o a lugares más inhóspitos y lejanos, Alemania, Francia, Australia, en la presunción de que, por muy duros que fuesen los trabajos que allí se ofertaban, al menos la ganancia había de ser mayor que en su tierra natal.
El caso es, que muchos pueblos se acabaron vaciando. Al principio, los emigrados volvían regularmente al terruño, luego, los grupos familiares, crearon vínculos en su nuevo lugar de residencia y las visitas se espaciaron. Al cabo, fallecieron los más ancianos, abuelos, padres. Y entonces, ¿a qué volver?
Unos pocos pueblos, más afortunados, se recuperaron como lugar de vacaciones o destinos turísticos de atractivo variado. Los menos favorecidos, han visto morir sus últimos habitantes y caer las abandonadas casas una detrás de otra. Las tierras quedaron baldías, o pasaron a manos de multinacionales que las gestionan por su valor agrícola, maderero, o como cotos de caza. Así, por toda la geografía española, con más incidencia en lugares especialmente deprimidos por su carencia de recursos alternativos, quedan las cicatrices de aldeas y pueblos en ruinas.
Dentro de muchos de esos despoblados malviven, o “malmueren”, los monumentos históricos y artísticos que, durante siglos, habían servido a la comunidad. Castillos, puentes, casonas, iglesias, molinos, ferrerías, de diferentes épocas y en variado grado de conservación, quedaron a merced de los elementos. Y, lo que es peor, a merced de la rapacidad humana. El “Estado” tenía otras preocupaciones más apremiantes, así que, o no se enteró, o miró para otro lado, o fue cómplice. Saqueadores y carroñeros, de todo pelaje, hicieron cantera de los monumentos abandonados a su suerte. Perra suerte. Como si intentaran seguir a sus vecinos emigrados, muchos monumentos emprendieron viaje a las capitales nacionales, o al extranjero, enteros o por trozos. Museos y colecciones particulares engrosaron sus fondos, los intermediarios llenaron su bolsa, algún párroco obtuvo lo suficiente para tapar goteras en su templo... Y todos, todos, perdimos más de lo que nadie ganó.
Todavía hoy, podemos ver en ciertos lugares apartados –aunque, a veces no tanto- esas heridas, abiertas y supurantes, de nuestra geografía, que son los pueblos en ruinas. Y en ellos, el castillo, el puente, o la iglesia, convertidos en cantera, arrasados hasta los cimientos, o derrumbándose a cámara lenta.
A quien corresponda. Corríjase, aprenda de los errores pasados, no podemos recuperar lo perdido, pero podemos impedir que se continúe perdiendo lo que todavía queda. Porque, a pesar de todo, algo queda. Rectifique, si no lo hiciere, sea puesto en picota y cepo hasta mostrar sincero arrepentimiento.
.
Sillares bien escuadrados, unidos una vez en perfecto equilibrio, a imagen y semejanza del equilibrio cósmico, se rinden a su destino. Dejados de la mano de Dios, pero todavía dignos, hacen un último esfuerzo para no ser vencidos por la ley de la gravedad, la más grave de todas las leyes del universo.
.
En la década de los años cincuenta, del siglo veinte, comenzó en España un fenómeno migratorio, causante de un cataclismo en la distribución poblacional del país. Las gentes abandonaban los pueblos, en busca de un porvenir mejor, para dirigirse a las grandes capitales, como Barcelona, Madrid, Bilbao, o a lugares más inhóspitos y lejanos, Alemania, Francia, Australia, en la presunción de que, por muy duros que fuesen los trabajos que allí se ofertaban, al menos la ganancia había de ser mayor que en su tierra natal.
El caso es, que muchos pueblos se acabaron vaciando. Al principio, los emigrados volvían regularmente al terruño, luego, los grupos familiares, crearon vínculos en su nuevo lugar de residencia y las visitas se espaciaron. Al cabo, fallecieron los más ancianos, abuelos, padres. Y entonces, ¿a qué volver?
Unos pocos pueblos, más afortunados, se recuperaron como lugar de vacaciones o destinos turísticos de atractivo variado. Los menos favorecidos, han visto morir sus últimos habitantes y caer las abandonadas casas una detrás de otra. Las tierras quedaron baldías, o pasaron a manos de multinacionales que las gestionan por su valor agrícola, maderero, o como cotos de caza. Así, por toda la geografía española, con más incidencia en lugares especialmente deprimidos por su carencia de recursos alternativos, quedan las cicatrices de aldeas y pueblos en ruinas.
Dentro de muchos de esos despoblados malviven, o “malmueren”, los monumentos históricos y artísticos que, durante siglos, habían servido a la comunidad. Castillos, puentes, casonas, iglesias, molinos, ferrerías, de diferentes épocas y en variado grado de conservación, quedaron a merced de los elementos. Y, lo que es peor, a merced de la rapacidad humana. El “Estado” tenía otras preocupaciones más apremiantes, así que, o no se enteró, o miró para otro lado, o fue cómplice. Saqueadores y carroñeros, de todo pelaje, hicieron cantera de los monumentos abandonados a su suerte. Perra suerte. Como si intentaran seguir a sus vecinos emigrados, muchos monumentos emprendieron viaje a las capitales nacionales, o al extranjero, enteros o por trozos. Museos y colecciones particulares engrosaron sus fondos, los intermediarios llenaron su bolsa, algún párroco obtuvo lo suficiente para tapar goteras en su templo... Y todos, todos, perdimos más de lo que nadie ganó.
Todavía hoy, podemos ver en ciertos lugares apartados –aunque, a veces no tanto- esas heridas, abiertas y supurantes, de nuestra geografía, que son los pueblos en ruinas. Y en ellos, el castillo, el puente, o la iglesia, convertidos en cantera, arrasados hasta los cimientos, o derrumbándose a cámara lenta.
A quien corresponda. Corríjase, aprenda de los errores pasados, no podemos recuperar lo perdido, pero podemos impedir que se continúe perdiendo lo que todavía queda. Porque, a pesar de todo, algo queda. Rectifique, si no lo hiciere, sea puesto en picota y cepo hasta mostrar sincero arrepentimiento.
No hay comentarios:
Publicar un comentario