Ermita de la Santa Cruz, Montes de Valdueza (León), 4 abril 2009.
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En el leonés Valle del Silencio, que citamos hace poco en referencia a Peñalba de Santiago, se encuentra otro pueblecito con gran sabor medieval. Hablamos de San Pedro de Montes, lugar nacido al abrigo del Monasterio, que da nombre al pueblo, fundado por san Fructuoso en el s. VII, sobre una escarpada ladera frente a un viejo castro celta. A la entrada del caserío, un poco apartada, estaba la humilde ermita de la Santa Cruz, elevada sobre la roca en que san Fructuoso se retiraba para hacer oración.
En este mágico enclave cuentan una antigua conseja, conocida como “Leyenda de la Sierpe rupiana”. Resumida, viene a decir que, al fondo de la barranca por donde corre el río Oza, a los pies de la ermita de la Santa Cruz, en una gran caverna, vivía un espantoso monstruo, cruce de dragón y serpiente, con un solo ojo. Tanto era el tamaño de la Sierpe Rupiana que, cuando su cabezota alcanzaba la ermita, su cola todavía se hallaba en el interior de la cueva allá abajo junto al río.
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Dicho espanto de la naturaleza, se alimentaba del ganado de aldeanos y monjes, pero al escasear por su insaciable apetito, el temible monstruo continuó banquete con seglares y clérigos, hoy uno, mañana otro. Se reclamó la presencia de san Fructuoso, que estaba en eremítico retiro, y este tramó lo que sigue: los monjes confeccionaron una enorme hogaza de pan, a base harina de castañas, amasada con orujo y jugo de tejo, que dejaron en la puerta de la ermita. La sierpe comió el cebo, quedó adormecida, y aprovecharon para clavarle en su único ojo una gran estaca de castaño, bien afilada y calentada casi al punto de ignición. El monstruo se retorció, dando coletazos que derribaban robles centenarios y desprendían peñascos como casas, hasta refugiarse en lo más profundo de su cueva, donde murió con los sesos consumidos por el calor.
Los lugareños afirman que unas figuras ondulantes, en los relieves de la ermita de la Santa Cruz, aluden a este episodio. Por desgracia, ya no podemos comprobarlo...
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Donde antes se encontraban dichos relieves, hoy solo queda una terrible herida que, justicia poética, nos recuerda el destrozado único ojo de la Sierpe Rupiana.
Esta ermita no es la original, sino una levantada en 1723, poco más debajo de la anterior, y en la que se reutilizaron groseramente algunos fragmentos escultóricos de la primitiva. Tales elementos, del año 905 y origen visigodo-mozárabe, fueron sustraídos miserablemente, el domingo 3 de marzo de 2007. Bueno, para ser precisos, fue robada una lápida fundacional de la ermita, que estaba a punto de ser exhibida en la edición ponferradina de Las Edades del Hombre, aunque para el caso es como si hubiesen “afanado” todo el conjunto. El presidente del Consejo Comarcal del Bierzo, Ricardo González Saavedra, culpó del robo a la Junta de Castilla y León por la falta de vigilancia. A su vez, la vicepresidenta de la Junta, María Jesús Ruiz, arremetió contra el delegado del Gobierno en la comunidad, Miguel Alejo, por entender que debía ser este el garante de la seguridad del patrimonio histórico artístico. [Ignoramos si el delegado la emprendió con el conserje, éste, a su vez, la tomó con su mujer, y ella lo pagó con el perro...]
A raíz de esta controversia, con la iglesia hemos topado, el obispado decidió desmontar las piezas restantes y ponerlas en custodia en la basílica de Nuestra Señora de la Encina, de Ponferrada, hasta que en Montes de Valdueza se pudiera garantizar un mínimo de seguridad. O sea, “ad calendas Graecas”.
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Las piezas visigodo-mozárabes el 17 de abril de 2000.
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Por suerte visitamos y fotografiamos el conjunto hace nueve años, cuando todavía unos no habían decidido robar parte, ni otros salvar el resto, por el mismo procedimiento: llevarse las piezas. Allí estaban, su lápida fundacional, a la izquierda, junto con otros fragmentos ornados con entrelazos ondulados y rosetas, todo ello sirviendo de improvisadas jambas y columna, para otra piedra con dos arquillos incompletos, que serían de herradura, sobre la que se sitúa la mejor pieza: un cuadrado en el que se inscribe un crismón “asturiano”, formado por cruz paté con el Alfa y la Omega, cuyo fondo tiene restos de pintura roja.
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A quien corresponda: déjese de culpar a otro, que a su vez culpa a otra, que luego culpa al de más allá. Y en vista de que, al menos de momento, la cosa no tiene arreglo, haga de lo hecho pecho. Admita que lo de la vigilancia es cuestión peregrina, si no imposible, y puesto que volver a traer las piezas a Montes es imprudente, al menos haga una reproducción en piedra artificial, como se hizo con ciertas esculturas de diversas catedrales, y colóquelas en su lugar original. Las piezas auténticas estarán a salvo, a ser posible en el Museo de León, donde sean visitables, y los peregrinos, porque espíritu peregrino hay que tener para visitar tales lugares, podrán gozar de la contemplación in situ de estas joyas del primer medievo, aunque sean copias. Y ya de paso, aproveche para restaurar el interior de la ermita, pues viendo en que estado se encuentra, no nos extraña que los “cacos” pensaran que hacían un favor con retirar tan ricas piedras de este ruinoso y polvoriento desván. Si no lo hiciere, vaya a picota y cepo, con el deseo de que el espíritu de la Sierpe Rupiana lo acose cada noche hasta que repare el desaguisado.
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Salud y fraternidad.
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En el leonés Valle del Silencio, que citamos hace poco en referencia a Peñalba de Santiago, se encuentra otro pueblecito con gran sabor medieval. Hablamos de San Pedro de Montes, lugar nacido al abrigo del Monasterio, que da nombre al pueblo, fundado por san Fructuoso en el s. VII, sobre una escarpada ladera frente a un viejo castro celta. A la entrada del caserío, un poco apartada, estaba la humilde ermita de la Santa Cruz, elevada sobre la roca en que san Fructuoso se retiraba para hacer oración.
En este mágico enclave cuentan una antigua conseja, conocida como “Leyenda de la Sierpe rupiana”. Resumida, viene a decir que, al fondo de la barranca por donde corre el río Oza, a los pies de la ermita de la Santa Cruz, en una gran caverna, vivía un espantoso monstruo, cruce de dragón y serpiente, con un solo ojo. Tanto era el tamaño de la Sierpe Rupiana que, cuando su cabezota alcanzaba la ermita, su cola todavía se hallaba en el interior de la cueva allá abajo junto al río.
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Dicho espanto de la naturaleza, se alimentaba del ganado de aldeanos y monjes, pero al escasear por su insaciable apetito, el temible monstruo continuó banquete con seglares y clérigos, hoy uno, mañana otro. Se reclamó la presencia de san Fructuoso, que estaba en eremítico retiro, y este tramó lo que sigue: los monjes confeccionaron una enorme hogaza de pan, a base harina de castañas, amasada con orujo y jugo de tejo, que dejaron en la puerta de la ermita. La sierpe comió el cebo, quedó adormecida, y aprovecharon para clavarle en su único ojo una gran estaca de castaño, bien afilada y calentada casi al punto de ignición. El monstruo se retorció, dando coletazos que derribaban robles centenarios y desprendían peñascos como casas, hasta refugiarse en lo más profundo de su cueva, donde murió con los sesos consumidos por el calor.
Los lugareños afirman que unas figuras ondulantes, en los relieves de la ermita de la Santa Cruz, aluden a este episodio. Por desgracia, ya no podemos comprobarlo...
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Donde antes se encontraban dichos relieves, hoy solo queda una terrible herida que, justicia poética, nos recuerda el destrozado único ojo de la Sierpe Rupiana.
Esta ermita no es la original, sino una levantada en 1723, poco más debajo de la anterior, y en la que se reutilizaron groseramente algunos fragmentos escultóricos de la primitiva. Tales elementos, del año 905 y origen visigodo-mozárabe, fueron sustraídos miserablemente, el domingo 3 de marzo de 2007. Bueno, para ser precisos, fue robada una lápida fundacional de la ermita, que estaba a punto de ser exhibida en la edición ponferradina de Las Edades del Hombre, aunque para el caso es como si hubiesen “afanado” todo el conjunto. El presidente del Consejo Comarcal del Bierzo, Ricardo González Saavedra, culpó del robo a la Junta de Castilla y León por la falta de vigilancia. A su vez, la vicepresidenta de la Junta, María Jesús Ruiz, arremetió contra el delegado del Gobierno en la comunidad, Miguel Alejo, por entender que debía ser este el garante de la seguridad del patrimonio histórico artístico. [Ignoramos si el delegado la emprendió con el conserje, éste, a su vez, la tomó con su mujer, y ella lo pagó con el perro...]
A raíz de esta controversia, con la iglesia hemos topado, el obispado decidió desmontar las piezas restantes y ponerlas en custodia en la basílica de Nuestra Señora de la Encina, de Ponferrada, hasta que en Montes de Valdueza se pudiera garantizar un mínimo de seguridad. O sea, “ad calendas Graecas”.
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Las piezas visigodo-mozárabes el 17 de abril de 2000.
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Por suerte visitamos y fotografiamos el conjunto hace nueve años, cuando todavía unos no habían decidido robar parte, ni otros salvar el resto, por el mismo procedimiento: llevarse las piezas. Allí estaban, su lápida fundacional, a la izquierda, junto con otros fragmentos ornados con entrelazos ondulados y rosetas, todo ello sirviendo de improvisadas jambas y columna, para otra piedra con dos arquillos incompletos, que serían de herradura, sobre la que se sitúa la mejor pieza: un cuadrado en el que se inscribe un crismón “asturiano”, formado por cruz paté con el Alfa y la Omega, cuyo fondo tiene restos de pintura roja.
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A quien corresponda: déjese de culpar a otro, que a su vez culpa a otra, que luego culpa al de más allá. Y en vista de que, al menos de momento, la cosa no tiene arreglo, haga de lo hecho pecho. Admita que lo de la vigilancia es cuestión peregrina, si no imposible, y puesto que volver a traer las piezas a Montes es imprudente, al menos haga una reproducción en piedra artificial, como se hizo con ciertas esculturas de diversas catedrales, y colóquelas en su lugar original. Las piezas auténticas estarán a salvo, a ser posible en el Museo de León, donde sean visitables, y los peregrinos, porque espíritu peregrino hay que tener para visitar tales lugares, podrán gozar de la contemplación in situ de estas joyas del primer medievo, aunque sean copias. Y ya de paso, aproveche para restaurar el interior de la ermita, pues viendo en que estado se encuentra, no nos extraña que los “cacos” pensaran que hacían un favor con retirar tan ricas piedras de este ruinoso y polvoriento desván. Si no lo hiciere, vaya a picota y cepo, con el deseo de que el espíritu de la Sierpe Rupiana lo acose cada noche hasta que repare el desaguisado.
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Salud y fraternidad.