El templo de Artemisa, Diosa Madre negra de Éfeso, séptima maravilla de la antigüedad, fue destruido a causa de un incendio provocado, el 21 de julio del 356 a.C., por un mendigo loco que buscaba así inmortalizar su nombre. Los indignados efesios, hicieron lo posible por borrar todo recuerdo de ese nombre, pero por medio de Estrabón, que era un gran chismoso, sabemos que el incendiario fue un tal Eróstrato. Han pasado 2364 años, pero sus imitadores continúan actuando impunemente. Ese desarreglo de la personalidad, o como queramos llamarlo, por el que ciertos individuos mentalmente débiles se sienten impulsados a reforzar el ego, mediante la difusión de su nombre en los monumentos famosos, es una maldición sin fin. Una horda de tales bárbaros ha pasado por Ucero y violado su sagrado recinto, no conforme con “grafitear” los sillares del ábside, ha mutilado los capiteles de la portada y arrancado sus columnas. El malsano placer de afear la belleza, también se ha globalizado. ¿Somos un poco culpables, quienes ayudamos a popularizar éste mágico lugar?
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Hasta los años 80, del siglo XX, pocos conocían la existencia del templo románico de San Bartolomé de Ucero, en el cañón del río Lobos (Soria), atribuido a la Orden de los Caballeros del Temple. Todo lo más los lugareños, sus vecinos, y quizá algún estudioso local de los templos medievales. Pero entonces aparecimos varios investigadores heterodoxos, jóvenes unos, maduros otros, aunque todos entusiastas e idealistas, que creímos nuestro deber compartir con la humanidad tales maravillas del medievo. En libros, conferencias, revistas y coloquios, dimos a conocer aquellos prodigios de arquitectura y simbolismo, como el templo de Ucero.
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El gusto por la vida y los enigmas medievales se difundió como la pólvora, creció el número de viajeros que acudía a tales monumentos. Y creció tanto, que a los viajeros se unieron los turistas, a éstos los curiosos, y a ellos los ociosos. Esos que se desplazan –viajar es otra cosa mucho más seria-, sólo para ocultar el vacío interior, no para llenar el espíritu. Entre estos se encontraban los modernos “Eróstrato”, aquellos que, al dejar una huella de su paso, creen reafirmar su autoestima diciendo “Yo estuve aquí. ¡Mirad que grande soy!”. Cuando, en realidad, al mancillar los monumentos con sus groseras iniciales, lo que hacen es dejar la brutal marca de sus pezuñas, mientras nos gritan “¡Hacedme caso, no soy nadie y pretendo ser alguien!”.
A quien corresponda. Quiero asumir mi cuota de culpa. Por esta vez y sin que sirva de precedente, voy a ponerme voluntariamente en picota y cepo, a pan y agua, durante siete días con siete noches. Mientras entono un contrito Mea culpa, pues me siento parcialmente responsable de estos desaguisados por haber creído, en mi juvenil ingenuidad, que si enseñaba estas perlas habían de acudir los sabios a admirarlas, pero no los puercos a pisotearlas. Magna mea culpa.
A quien corresponda. Quiero asumir mi cuota de culpa. Por esta vez y sin que sirva de precedente, voy a ponerme voluntariamente en picota y cepo, a pan y agua, durante siete días con siete noches. Mientras entono un contrito Mea culpa, pues me siento parcialmente responsable de estos desaguisados por haber creído, en mi juvenil ingenuidad, que si enseñaba estas perlas habían de acudir los sabios a admirarlas, pero no los puercos a pisotearlas. Magna mea culpa.